18 de diciembre de 2021

Reflexión de Adviento (IV Domingo de Adviento)

A la luz del Evangelio de los Domingos de Adviento, los invitamos a tomar un tiempo para la lectura orante de la Palabra de Dios y dejarnos conducir por un texto específico cada semana. 

Evangelio del IV Domingo de Adviento (19 de diciembre 2021, Ciclo C)
Lucas 1, 26-38

En el sexto mes, el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. 
El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: “¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo.” 
Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. 
Pero el Ángel le dijo: “No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin.” María dijo al Ángel: “¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?” 
El Ángel le respondió: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios.” 
María dijo entonces: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho.” Y el Ángel se alejó. 

Reflexión
(San  Juan Pablo II, Ángelus 22 de diciembre 1996)


Hoy, cuarto domingo de Adviento, la liturgia nos prepara para la Navidad, ya inminente, invitándonos a meditar en el evangelio de la Anunciación. Se trata de la conocida escena, representada también por célebres artistas, en la que el ángel Gabriel manifiesta a María el plan divino de la Encarnación: «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (Lc 1, 31; cf. Mt 1, 21 y 25).

El nombre de Jesús, con el que Cristo era llamado en su familia y por sus amigos en Nazaret, exaltado por las multitudes e invocado por los enfermos en los años de su ministerio público, evoca su identidad y su misión de Salvador. En efecto, Jesús significa: «Dios salva». Nombre bendito, que se reveló también signo de contradicción, y acabó escrito en la cruz, dentro de la motivación de la condena a muerte (cf. Jn 19, 19). Pero este nombre, en el sacrificio supremo del Calvario resplandeció como nombre de vida, en el que Dios ofrece a todos los hombres la gracia de la reconciliación y de la paz.

En este nombre la Iglesia encuentra todo su bien, lo invoca sin cesar y lo anuncia con un ardor siempre nuevo. Como dice el Catecismo de la Iglesia católica, «el nombre de Jesús significa que el nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo hecho hombre para la redención universal y definitiva de los pecados» (n. 432). Este nombre divino es el único que trae la salvación, porque «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12). Jesús mismo nos indica el poder salvífico de su nombre, cuando nos da esta consoladora certeza: «lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dará» (Jn 16, 23). Así, quien invoca con fe el nombre de Jesús, puede hacer una experiencia semejante a la que señala el evangelista Lucas, cuando refiere que la multitud procuraba tocar a Jesús, «porque salía de él una fuerza que sanaba a todos» (Lc 6, 19). Aprendamos a repetir con amor el santo nombre de Jesús, sobre todo durante este primer año del trienio de preparación para el gran jubileo del año 2000.

Como es sabido, el año 1997 está dedicado a la reflexión sobre Cristo y, repitiendo el nombre de Jesús con amor lleno de adoración, poniéndolo en el centro de nuestra oración, especialmente litúrgica, haremos nuestra la exhortación del apóstol Pablo: «Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos» (Flp 2, 10).

¡Con qué ternura maternal debió pronunciar el nombre de Jesús la Virgen santísima, a quien contemplamos en la espera del nacimiento de su Hijo! En la oración que la Iglesia le dirige con el Avemaría, ella está asociada a la bendición misma de su Hijo: «Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». Que María ponga en nuestros labios e imprima en nuestro corazón ese nombre santísimo, del que viene nuestra salvación.


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