PALABRA DE DIOS (Apocalipsis 22, 17)
“ El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven!», y el que escucha debe decir: «¡Ven!». Que venga el que tiene sed, y el que quiera, que beba gratuitamente del agua de la vida”.
REFLEXIÓN (San Juan Pablo II, “Dominum et vivificantem”)
“La Iglesia persevera en oración con María. Esta unión de la Iglesia orante con la Madre de Cristo forma parte del misterio de la Iglesia desde el principio: la vemos presente en este misterio como está presente en el misterio de su Hijo. Nos lo dice el Concilio: « La Virgen Santísima... cubierta con la sombra del Espíritu Santo... dio a la luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno »; ella, « por sus gracias y dones singulares, ... unida con la Iglesia... es tipo de la Iglesia ». « La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad... se hace también madre » y « la imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera ». Ella (la Iglesia) « es igualmente virgen, que guarda ... la fe prometida al Esposo ».
De este modo se comprende el profundo sentido del motivo por el que la Iglesia, unida a la Virgen Madre, se dirige incesantemente como Esposa a su divino Esposo, como lo atestiguan las palabras del Apocalipsis que cita el Concilio: « El Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: « ¡Ven! ». La oración de la Iglesia es esta invocación incesante en la que el Espíritu mismo intercede por nosotros »; en cierta manera él mismo la pronuncia con la Iglesia y en la Iglesia. En efecto, el Espíritu ha sido dado a la Iglesia para que, por su poder, toda la comunidad del pueblo de Dios, a pesar de sus múltiples ramificaciones y diversidades, persevere en la esperanza: aquella esperanza en la que « hemos sido salvados ». Es la esperanza escatológica, la esperanza del cumplimiento definitivo en Dios, la esperanza del Reino eterno, que se realiza por la participación en la vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a los Apóstoles como Paráclito, es el custodio y el animador de esta esperanza en el corazón de la Iglesia”.
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